lunes, 17 de octubre de 2011

Una loca cualquiera


Hay tres cosas que me hacen gastar todo mi dinero sin remordimiento alguno, la primera son las blusas, lo segundo son productos para mi cabellera y lo tercero, pero no con menor emoción, son los libros.
Hay días en que siento la necesidad de ir a la librería y pasar horas allí, y si uso la palabra necesidad es porque la sensación es muy parecida al hambre, al sueño, a la urgencia de un abrazo.

Tan solo la creatividad de los títulos me hace disfrutar mi estadía en la librería; algunos de los que me han resultado más fascinantes son: “La insoportable levedad del ser”, “Siete maneras de decir manzana”, “La elegancia del erizo”, “las intermitencias de la muerte”, sin obviar clásicos como “Crónica de una muerte anunciada”, y otros más relacionados con mi afecto por determinados escritores, como es el caso de Isabel Allende y “La suma de todos los días”.

Hace años que veo en los estantes de las librerías un libro autoría de Rosa Montero, una escritora que aún no leo, se titula “La loca de la casa”, cada vez que siquiera pienso en este título siento que hablan de mí y me llena de vergüenza.

Mi madurez, ecuanimidad y educación se van a un lugar desconocido cada cierto tiempo, y suceden cosas que ni mi familia ni yo solemos compartir, después de todo, los trapitos sucios se lavan en casa.

Dicen que cada familia tiene su oveja negra, y no es que yo llegue al punto de ocupar este lugar dentro del clan al que pertenezco, pero cuando doy problemas es un asunto muy parecido a un terremoto, se mueve el piso, se acelera el pulso y puede pasar cualquier cosa.

Por ejemplo, cuando tenía once años decidí tener mi primer novio, y por supuesto esta decisión no la compartí con mi familia. Estando yo en un colegio de monjas, vigilada todo el tiempo y con el seguimiento morboso que le daban los compañeros de curso al asunto, se me ocurrió citarme con el dichoso noviecito en uno de los callejones del colegio para darnos un beso.
Justo cuando mis labios se encontraron con los de él, sentí un jalón en el brazo y cuando vine a reaccionar estaba sentada en la dirección escuchando el sermón de una de las monjas que calificaba de inaceptable mi conducta.

La sola idea de llegar a mi casa y enfrentar a mis padres me aterrorizaba, las recriminaciones de la incisiva religiosa me abrumaron la razón, de pronto se me nublaron los pensamientos y sentí que ya nada tenía remedio, le di un empujón a la monja, abrí todas las puertas que encontré en mi camino a trompadas y patadas (tipo película de karate) y salí corriendo del colegio.

Decidí que ya no iba a regresar nunca más a mi casa y comencé a hacer planes para asumir mi vida (si, yo, con once años). Esa noche no durmieron ni las monjas, ni mis padres, ni muchos de mis compañeros que realmente pensaron que había enloquecido y que andaba deambulando por ahí sola.

Finalmente todo se resolvió, volví a mi casa, fui recibida entre lágrimas y sentimientos encontrados.

Fui el tema de conversación durante mucho tiempo en el colegio y una especie de heroína desquiciada durante todo el bachillerato, gracias a esa estúpida hazaña.

Otra de las pocas cosas que encuentro ¨publicables¨, fue cuando con 17 años me dio un mal de amores que exagere hasta más no poder, yo en verdad estaba convencida de que el mundo se había acabado solo porque se había terminado la relación. Me pase tres días negada a comer y trancada con todo y seguro en mi habitación.
No le permitía a nadie hablar conmigo y jure que iba a morir de inanición.

Aprovechando una salida de mis padres, hurgue el botiquín de la casa buscando píldoras que me mantuvieran dormida para que pasaran más rápido las horas de mi sobreactuada tristeza. Me bebí dos píldoras y me lleve varios frascos de relajantes y medicamentos afines, para analizarlos y ver si me podían ser útil en mi dramático propósito de dormir todo lo que pudiera. Antes de darme cuenta estaba dormida y el reguero de medicamentos quedo a mí alrededor.

Cuando trataron de despertarme no reaccione, había bebido dos medicamentos demasiado fuertes. Cuando desperté estaba en un hospital, llena de tubos y sin entender qué carajo había pasado. Todavía este es el día en que todos juran que intente suicidarme.

Si bueno, soy bastante dramática y drástica. Siento que convierto en un ruido fuerte y molestoso cada cosa que me pasa y que califico de terrible.

Pobrecita mi familia, se la han pasado cuidando mis emociones, asegurándose que no esté yo buscando peligro, llevándome de psicólogo en psicólogo, callando sus verdaderas opiniones en cuanto a mí y mis nada sensatas ocurrencias.

¿Y cuando ya no los tenga conmigo, quien va a mantener esta burbuja que han creado para mí?

Los observo a todos callada y sin que se den cuenta, los analizo, trato de buscar en mi mente momentos en que alguno de ellos haya perdido la razón tanto como yo, momentos en que hayan puesto a la familia con las patas para arriba de la preocupación y el estrés. Encuentro, si acaso, uno que otro pleitecito sin importancia, nada memorable en realidad.

Y me pregunto con seriedad y vergüenza ¿Por qué carajos soy así?, ¿por qué no puedo ser yo más normal?, ¿Qué hombre va a soportar semejante montaña rusa de emociones?, Cuando me convierta en madre ¿tendrán mis hijos que lidiar con esta locura mía?

¿Y si después de tener marido e hijos, me levanto un día y me voy?, ¿y si en verdad esto es locura?

Yo de mi lo único que sé es que cualquier cosa se puede esperar si mis emociones pierden el equilibrio, y en verdad me gustaría poder andar por la vida con algún aviso o advertencia que todos pudieran ver y que les explicara a lo que se exponen si me encuentran uno de esos días raros y escasos en que dejo de ser yo y me convierto en una loca cualquiera… Pero ni modo, ya que eso causaría más problemas y ruido de la cuenta, yo sigo viviendo como si fuera normal, como si dentro de mí no existiera una especie de bomba de tiempo. Sonrío y finjo ser optimista, a ver si así me confundo entre la muchedumbre.