sábado, 25 de agosto de 2012

Enrique, el esperado


Su nombre comienza con E de entusiasmo, de energía, de esperanza, y todo eso trajo él a mi vida de un solo golpe cuando llego. Su nombre es Enrique y lo quiero desde el primer día en que lo vi.
El con su misterio, su sonrisa, sus rizos en el pelo, su música, su pasión por la vida, por las cosas, en fin… Pensarlo me hace olvidar la realidad y sonreír.
Pero su silencio y sus ausencias interminables me hicieron dudar de todo y pasarme los días descifrando sus palabras y acciones. Cada mínima cosa me hacía pasar del “me quiere” al “no me quiere”.
Finalmente opte por creer que no me quería, porque el que quiere no duda y tiene una necesidad imperiosa y desbocada por asegurar el objeto amado. Lo sé porque lo dicen los poemas, las canciones, porque lo he sentido, porque me lo enseño Leonardo.
Como ya mi corazón tiene practica, lo dejó ir sin mucho pataleos y a pesar de lo mucho que lamente todo lo que pudo haber sido y no fue, con los días él se me fue haciendo más pequeño, remoto y distante.
Después de tres semanas sonó mi teléfono y era él. “¿Te puedo ver hoy?” , me dijo sin saludar.
Una hora y media después, ahí estaba él frente a mí, con el pelo bien peinado, nada de rizos rebeldes, una camisa que lucía nueva, pantalones y zapatos en combinación. Se esmero arreglándose, algo no habitual en él.
Por primera vez no me llevo a un restaurante bohemio ni express, lo sentí tenso y nervioso desde que nos encontramos.

“Creo que necesito que estés conmigo”, me dijo
“¿Y para qué?”, respondí como un spring
“Para no sentirme tan solo, para seguir haciendo buena música, para ver si es verdad que empecé a enamorarme de ti”
Letra por letra, fue exactamente lo que me dijo, y ni que lo hubiera inventado yo habría salido tan perfecto.

Se me quito el hambre de repente y le dije que nos fuéramos de aquel bullicio a un lugar donde pudiéramos hablar y escucharnos. Justo en la mesa de al lado había un cumpleaños  de una adolescente que me tenía los nervios de punta, gritaban y sonaban unas cornetas que me hacían dar brincos involuntarios en la silla. Esto que estaba sucediendo merecía otro escenario.

Me subo en el auto, voy al volante y espero tranquila a que él se suba del otro lado, pero no lo veo llegar. Dos golpes suaves en mi cristal me hacen notar que él está ahí, parece que no quiere exponerse a mi terrible habilidad de conducir, pero me niego a cederle el volante. Abro la puerta y le digo “tranquilo que yo manejo”.
El prácticamente se abalanzó sobre mí y me planto un beso en la boca que todavía no me regresa el aliento.

Le insistí en ir a otro sitio, no quería que ese feo parqueo fuera un lugar para recordar, pero me dijo que ya no quería seguir perdiendo más tiempo. Tomo mis manos, se puso casi de rodillas para quedar al nivel del asiento, y me dijo “vamos a intentarlo, seamos más que solo amigos”.

En otras condiciones yo hubiera preguntado mil cosas, asegurándome que estuviera hablando en serio y consciente de lo que “vamos a intentarlo” significa para mí. Pero no me hizo falta esta vez, sabía que me estaba hablando con el corazón en la mano y que no había trucos en lo que proponía.
Entonces yo lo bese como respuesta y así nos pasamos la noche, entre besos y conversaciones interrumpidas por más besos.

Es como si Enrique hubiera encontrado sin dificultad alguna el interruptor que enciende la luz de mi alma, una luz que ya ni siquiera recordaba. Ahora todo parece tener sentido, todas las decepciones, los fracasos, las lagrimas, los intentos, la espera.

No, esto no es como con Leonardo. Dicen que el primer amor es incomparable, pero sin dudas y por muchas buenas razones, el segundo es mejor.
Enrique, el esperado, por fin había hecho su entrada triunfal y yo tengo muy buen presentimiento al respecto.

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