domingo, 9 de mayo de 2010

El experto besador


Cuando él llegaba por las mañanas su perfume inundaba todo el lugar y yo tenía el secreto rito de cerrar los ojos unos segundos cuando sentía su aroma acercarse.
Lo respiraba cada mañana en la distancia y sin importar lo pendiente que me mantuviera, él cada día lograba sorprenderme con un beso.
Nunca en la boca, la mayoría de las veces en las mejillas, cuando llegaba con el pelo recogido se acercaba a mi cuello, cuando traía alguna blusa que dejaba mis hombros al descubierto me besaba la espalda.
Cada vez que me besaba (nunca en la boca) me estremecía todo el cuerpo, me costaba volver a concentrarme en lo que hacía, se me desconectaba la razón.
Yo tragaba en seco, aguantandome, fingiendo estar molesta.
Quería estar tan o más cerca de lo que él me decía que deseaba estar de mi.
Pero mi sentido de lo correcto me detenía constantemente.
El tenía novia y a diario lo escuchabamos hablar con ella por teléfono, el la amaba y no temía gritarlo en la oficina, todos sabíamos que su corazón estaba más que ocupado por ella, la rubia flaca que aparecía en cada una de sus fotos de Facebook.

Pero su enloquecido amor por Karina no lo frenaba cuando me encontraba en los pasillos vacíos, momentos que aprovechaba para perseguirme, acorralarme y decirme cosas en el oído, iniciando un divertido combate, él tratando de besarme, yo tratando de zafarme…

“Cuando tu no tengas novia, hablas conmigo de besos, mientras tanto ni te me acerques”, le decía.

Mi corazón, mi mente, toda yo, quedaba alborotado tras aquellos encuentros frustrados, donde sus labios jamás se encontraron con los míos, pero quedaba la emoción de lograr lo imposible de ya no resistirme y entregarme al anhelado beso.

Semanas después se le veía cabizbajo, sus chistes ya no animaban las mañanas, estaba silencioso y tranquilo, justo como no solía ser. Me confeso, por el chat, que Karina lo había dejado y no tenia ni animos para disimular que estaba abatido. Yo casi brinco de la emoción cuando leí aquellas palabras en la pantalla del ordenador, al fin estaba libre y yo lo estaba esperando.
El cumpleaños de Maribel, la recepcionista, se anunciaba para el próximo sábado y toda la oficina andaba alborotada con la noticia, todos irían y yo pense , “esta será nuestra oportunidad”.

La fiesta estaba encendida, todos bebían felices, las mujeres practicamente se disputaban los pocos hombres que habían para bailar, mientras que yo estuve toda la noche con él en la pista, bailando pegaditos hasta los comerciales, provocandonos mutuamente con roces y peligrosos acercamientos cara a cara.

Pero no fue hasta que todos se congregaron frente al bizcocho para cantarle a la cumpleañera cuando finalmente me beso en la boca. Fue todo un fracaso.

No sé como describir su manera de besar, ni es que me crea toda una experta en besos, pero ni siquiera cuando fui una adolescente recibí un beso tan extraño y desconcertante como el de esa noche.

Todo aquel jugueteo y emoción reprimida tuvo como recompensa un fiasco de beso. Era el peor besador que había conocido y hasta a mi me daba verguenza admitirlo.

Me esforce en disimular mi decepción y creo que lo hice muy bien porque en los dias sucesivos, él me envio mensajitos haciendome referencia a nuestro espectacular encuentro en la vacía pista de baile, pero no me decía que le encanto poder besarme o que anhelaba repetir el momento, no.
El hizo énfasis en lo buen besador que era y de las habilidades amatorias que poseía y que yo aún desconocía pero que podía disfrutar a su lado…

Y yo tragandome las ganas de decirle que nunca nadie me había dado un beso tan insulso y mal dado como ese que me dio en plena pista vacia.

Pero por más disparates e insinuaciones que me manifestara la sinceridad no me alcanzaba para hablar y decirle la verdad. Preferí cuidar su ego, guardar con llave aquel secreto y alejarme del chico del perfurme embriagador.

Nunca como en aquel entonces tuvo sentido para mí el dicho que reza: “dime de que presumes y te dire de que careces”.

Un bloquecito de hielo


Un bloquecito de hielo entre las piernas, eso es lo que la madre, la tía y la abuela de Carolina le aconsejaban imaginarse cada vez que sintiera la tentación de entregarse a algun noviecito.
Las repetidas conversaciones sobre los embarazos de las jovencitas del barrio buscaban aleccionarla, “Ya se jodio fulana, dejándose embarazar”, les escuchaba decir al trío de mujeres que se encargo de criarla.
Y fue así como la idea del embarazo se convirtio en sinónimo de fracaso para Carolina, quien tampoco nunca tuvo permitido llevar un novio a su casa o tenerlo a escondidas.
Jamás se atrevio a admitirlo en voz alta, pero tal era su miedo que en muchas ocasiones soño estar embarazada y en su desesperación se escuchaba decir, “No lo voy a tener, nadie se va a enterar”…
Un bloquecito de hielo fue lo que siguio teniendo entre las piernas cuando se caso con Esteban, el novio que le entendio su decisión de llegar virgen al matrimonio y quien le hizo la primera (y ella sospechaba que la única que podria recibir) proposición matrimonial de toda su vida.
Por meses no hablo de otra cosa que no fueran las flores, el color de los vestidos, la cita con la modista, no exceder el presupuesto y el cursillo matrimonial de la iglesia.
Todas aguardamos a que se acercara la fecha del matrimonio para organizarle una despedida de soltera, pues de todo se había ocupado menos de averiguar que cosas podían esperarle la noche de bodas y las siguientes…
“Eso se resuelve por puro instinto, no creo que haga falta tanto consejo”, nos dijo Carolina deteniendo la atrevida dinámica que nos disponiamos a empezar.
La creciente desesperación que vivía en las sesiones de besos con su prometido, la hicieron esperar aquel momento con ansias, creando expectativas tan altas como el tamaño de su desilusión luego de la luna de miel.
La noche de boda no fue lo que había imaginado, me confeso dos años después, se quedo esperando las estrellitas que tanto le habían anunciado las canciones y el instinto en el que tanto confio, se le quedo mudo cuando su hasta entonces tierno novio asumio una faceta completamente desconocida para ella, en la que la ternura no formaba parte.
Frente a sus ojos entreabiertos, por la verguenza, vio como Esteban se transformo en un devorador impaciente, silencioso y distante.
Ella no hacía nada, solo se tumbaba a esperar que su marido encontrara el placer que ella aún desconocía, el miedo de ser inmoral o de un embarazo la mortificaba, la inmovilizaba. Y pensando en esto el corazón se le quería salir del pecho… Nunca de la emoción, siempre del susto.

El hombre que había idealizado se había convertido en una realidad decepcionante, no se sentía enamorada, más bien un conveniente mueble del hogar que tenía la responsabilidad de tener una casa impecable y estar siempre dispuesta para cuando las necesidades carnales de su marido apremiaran.

Cuando Esteban comenzo a reclamarle un poco más de participación en la intimidad, su pavor crecio al punto de empezar a sentir pánico al verlo acercarse a ella.
“Me quiero divorciar, no quiero seguir viviendo con este miedo”, me dijo una mañana por teléfono.
Dos semanas después abandono su casa y el rol de esposa para comenzar a vivir a su manera. Fue a partir de entonces que fue abriendo su mente al mundo y a maldecir la educación que había recibido en casa para ser una mujer “decente”.

Se propuso transformar el miedo que vivio en su matrimonio en el placer que nunca experimento.

“Quiero que me hagan ver estrellitas”, nos dijo entre risas una noche de copas. Esa vez, no solo nos conto toda la verdad sobre su fallido matrimonio, sino que también pidio que le dieran todos los consejos que se nego a escuchar en su despedida de soltera.

Advertencias y recomendaciones que en realidad no le sirvieron para nada, pues cuando finalmente logro ver las añoradas estrellitas junto a un hombre, lo único que tuvo que hacer fue derretir el bloquecito de hielo que siempre imagino entre sus piernas y asfixiar con la almohada todos los prejuicios con los que le intoxicaron la cabeza al crecer…